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viernes, 12 de septiembre de 2014

Robert Walser, el poeta que prefería ser nadie

 

 

 
El domingo 16 de mayo de 1943 el escritor suizo Robert Walser cumplía sesenta y cinco años. Aquel día salió del sanatorio psiquiátrico de Herisau, la capital del cantón de Appenzell Ausserrhoden, en el que estaba internado desde hacía una década, para pasear con su tutor y benefactor Carl Seelig, autor del libro Paseos con Robert Walser (Siruela, 2000), en el que recoge los recuerdos de su amistad con el poeta. Dar largos paseos solitarios por el campo era su afición favorita.

El cielo nublado le hizo sentirse dichoso. “¿Qué mas necesitamos que una pradera, un bosque y unas cuantas casas apacibles para estar contentos?”, le confesó a Seelig. Luego le rogó que viniera a visitarle mejor en domingo. Desde que había abandonado la escritura, le parecía que pasear en un día laborable era una extravagancia que alteraba el orden del sanatorio. También le dijo que estaba satisfecho con su habitación:
Robert Walser en uno de sus paseos por los alrededores de Herisau
Robert Walser en uno de sus paseos por los alrededores de Herisau
“Uno está tumbado ahí como un árbol caído, y no necesita mover ni un miembro. Todos los demás duermen como niños cansados de jugar. Uno se siente como en un monasterio, o como en una antesala de la muerte”.
Más tarde le comentó que estaba convencido de que los últimos treinta años en que el poeta Friedrich Hölderlin -con quien se lo ha comparado a menudo por su retiro prematuro de la escritura a causa de un trastorno mental- vivió como pupilo en casa de la familia de un ebanista de la ciudad alemana de Tübingen no fueron tan desdichados “como los pintan los profesores de literatura”. “Poder soñar en un modesto rincón, sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”, le dijo en una ocasión a Carl Seelig.
Torreón de Tübingen en el que el poeta alemán Hölderlin permaneció alojado hasta su muerte, durante treinta y seis años, hasta su muerte en 1843
Torreón de Tübingen, a orillas del río Neckar, al suroeste de Alemania, en el que el poeta alemán Friedrich Hölderlin permaneció alojado durante treinta y seis años, en un estado de locura pacífica, hasta su muerte en 1843
Pero Walser no sólo soñaba en un rincón del sanatorio. Pasaba mucho tiempo clasificando y anudando cuerdas para el correo, un trabajo que le parecía bien. El subjefe médico del sanatorio, Dr. Hans Steiner, le reveló un día a Seelig que Robert era “un paciente luchador, que despachaba concienzudamente su tarea”. Acto seguido lo calificó de “insociable”; si se empezaba a hablar de arte con él, “se volvía obstinado de inmediato”.
El paciente había ingresado en el sanatorio de Herisau en 1933, a la edad de cincuenta y cinco años, después de sufrir reiterados episodios de alucinaciones, terrores nocturnos y ataques de ansiedad. Provenía de otra clínica de Berna en la que había permanecido interno desde 1929.
Los jóvenes protagonistas de las novelas de Robert Walser cifran sus esfuerzos en el cumplimiento del deber, en la obediencia. Intuyen que obedeciendo es la única forma de escapar de  la responsabilidad de ser algo, ellos que prefieren ser nadie, “un cero a la izquierda”, acaso porque el mero hecho de tener que ser excede los límites de sus fuerzas. No les importa la inutilidad de su labor. Por eso aman el trabajo físico y manual que les permite olvidarse de sí mismos.
Fotografía de Walser fechada en 1907
Fotografía de Walser fechada en 1907
Hasta tal punto el propio Walser se identificaba también en esto con sus personajes que cuando Seelig le comunicó que le había propuesto al médico jefe del sanatorio que lo trasladasen a un departamento más cómodo, le respondió que no era ese su deseo:
“¿No sigue usted siendo cabo, sin costumbres de oficial? Yo también soy una especie de cabo, y quiero seguir siéndolo. Tengo tan pocas ganas de ser oficial como usted. Quiero vivir en el pueblo y desaparecer entre él. Eso es lo más adecuado para mí”.
Sin embargo, lo extraño de esta obediencia es que no sólo no mantiene vínculo alguno con el poder sino que los personajes walserianos se sirven de ella para vivir alejados de su entorno, mejor dicho, en sus antípodas.
Jakob von Guten, el adolescente de la novela homónima que Walser publicó en 1909, se congratula de “no poder descubrir nada digno de consideración o estima en mi persona” y “ser humilde y seguir siéndolo”. Si alguna mano o circunstancia lo encumbrase hasta las alturas, “donde imperan el poder y la influencia”, él mismo se encargaría de destrozar esas circunstancias para arrojarse a las “tinieblas de lo bajo e insignificante”. “Sólo puedo respirar en las regiones inferiores”, confiesa.
En Discurso a un botón, el narrador que está cosiendo el botón que se ha desprendido de su chaqueta, le agradece los servicios prestados durante más de siete años por su “fidelidad, celo y perseverancia”.
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Propone que lo tomen como ejemplo quienes “viven acosados por la manía del aplauso permanente y podrían derrumbarse y morir de despecho y humillación si no se sintieran continuamente mimados, abanicados y acariciados por el afecto y la estima generales”. “Tú, en cambio -prosigue el narrador/costurero en su discurso al botón-, eres capaz de vivir sin que nadie se acuerde ni lejanamente de que existes”.
Walser encontró en “algo tan poco interesante” como la ceniza la metáfora que mejor define su peculiar universo. Si se sopla la ceniza, “no hay en ella lo más mínimo que se niegue a dispersarse al instante volando”. La ceniza “es la humildad, la intrascendencia y la falta de valor mismas y, lo que es más hermoso, ella misma está obsesionada con la creencia de no valer nada”. A continuación el poeta se pregunta si puede haber algo “más inconsistente, más débil y más  insignificante, más transigente y más paciente que la ceniza”. La respuesta es “no”.
“La ceniza no tiene carácter y está más alejada de todo tipo de madera de lo que lo está la depresión de la alegría desbordante. Donde hay ceniza, en realidad no hay nada. Pon tu pie sobre la ceniza y apenas notarás que has pisado algo.”
Página de los microgramas que Walser escribió entre 1924 y 1932, ogramas son el testamento literario de Robert Walser. Se trata de una colección de 526 hojas escritas con una letra minúscula y a  lápiz y que, tras quince años de trabajo, ha sido descifrada por Werner  Morlang y Bernhard Echte. Walser confesó en 1927que había empezado a utilizar el lápiz para librarse del "tedio de la pluma"
Página de los microgramas que Walser escribió entre 1924 y 1932. Se trata de una colección de 526 hojas redactadas en una letra minúscula y a lápiz y que, tras quince años de trabajo, fue descifrada por Werner Morlang y Bernhard Echte. Walser confesó en 1927 que había empezado a utilizar el lápiz para librarse del “tedio de la pluma”
El carácter era algo que empezaba a obsesionar a la época en que Walser anotó esta reflexión. Se decía que había que tener carácter y voluntad. Esta obsesión alcanzaría rango de doctrina política e institucional bajo el régimen nacionalsocialista.
El día 10 de mayo de 1933, mientras en las plazas de las principales ciudades de la Alemania nazi los libros eran reducidos a cenizas, el ministro de Propaganda del régimen y escritor frustrado, Joseph Goebbels, afirmó a voz en grito que “el futuro hombre alemán no sería solamente un hombre de letras”, sino “un hombre de carácter”, para lo cual los alemanes recibirían la educación adecuada.
Jóvenes alemanes arrojando libros a la hoguera el 10 de mayo de 1933
Jóvenes alemanes arrojando libros a la hoguera el 10 de mayo de 1933
La otra forma con la que los personajes de Walser huyen de la responsabilidad de tener que ser es la existencia nómada, la fuga constante ya sea de hospedaje, de ciudad o de oficio, y el vagabundeo por los campos; todo menos  “llevar una vida ociosa y angustiada junto a la estufa de casa”, tal como anota Jakob von Guten, pupilo en el extraño Instituto Benjameta, destinado a formar futuros sirvientes.  Según Jakob, el alumno que no sabe que es juicioso, lo es. Pero en cuanto tenga conciencia de ello, dejará de serlo. Por cierto, el propio escritor fue alumno de una escuela similar en el castillo de Dambrau, en la Alta Silesia, cuando tenía veintisiete años.
Estos jóvenes soñadores no se irritan por nada, se muestran casi siempre contentos. Prueba de ello es la prosa danzarina en la que se expresan. Aunque no nos cuenten cosas relevantes, nos gusta leerlos por la gracia y la vivacidad de su expresión. No esperan ni quieren esperar, así podrán vivir alegres y tranquilos. Desconfían del pensamiento. Pensar conduce a la discusión, a la clasificación y a la conciencia de poseer cierta sabiduría. “En el hecho de abrir una puerta hay más vida oculta que en una pregunta”, dice Jakob von Guten.
Receptivos a la experiencia cotidiana, su máximo placer se reduce a la contemplación de la naturaleza, aunque uno sospecha que detrás de ella se oculta una actitud de condescendencia hacia la realidad que les rodea. Viven en el mundo como Adán antes de la Caída, un mundo que observan con ojos inocentes como su prosa. A veces se sorprenden de su dicha y de no estar pensando en nada mientras se abandonan deliberadamente a su deber.
Fotografía de Walser tomada en uno de sus paseos
Fotografía de Walser tomada el 11 de mayo de 1942 en la excursión al monte Säntis
Bajo la mirada de Walser los valles de la campiña suiza que describe en sus relatos recuerdan a los paisajes primaverales cantados por los poetas chinos de la Antigüedad, como en este fragmento extraído de la novela El ayudante (1908, traducida por Juan José del Solar):
“Las hojas de los cerezos eran de un rojo incandescente, herido, doloroso, pero a la vez bello, que reconciliaba y alegraba. Los prados y arboledas parecían a menudo envueltos en velos y paños mojados (…) Se olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer la fruta madura sobre los prados y senderos. Todo parecía doble o triplemente silencioso”.
No obstante, son conscientes de la amenaza de expulsión que puede llegar en cualquier momento. “¿Hasta cuándo durará todo esto?”, se preguntan mientras se hacen a la idea de que algún día tendrán que abandonar ese paraíso. No desean pensar en el futuro. Es la clase de pensamiento que les obligaría a temer y que más tortura a los hombres.
Al contrario que los héroes clásicos, se han propuesto no provocar a los dioses ni oponer resistencia a sus designios. Por más hostil que se muestre con ellos la realidad circundante, no se dejan influir.
Quieren ser útiles a los hombres, pero como no siempre lo consiguen, se entregan a la dulce melancolía de la inutilidad. También por ello aman el trabajo manual y físico. El contacto con la tierra y  los objetos les ayuda a confiar en sí mismos.
Walser bajo una copiosa nevada. En sus paseos invernales era reacio a llevar abrigo
Walser bajo una copiosa nevada en 1954, en Gais. Incluso en sus paseos invernales era reacio a llevar abrigo
Sólo desean vivir el presente, sin perder de vista ningún detalle, ni siquiera el más insignificante (para Walser el presente carece de jerarquía). El futuro es el miedo por antonomasia: la muerte que ellos ignoran olímpicamente. Por ello se sienten a gusto en compañía de niños y mujeres-madres, las personas más enraizadas en la inmediatez de la vida, los primeros por la infancia y las segundas por la maternidad.
A los adultos los observan con cierto distanciamiento irónico. Está claro que el mundo adulto ni es ni será el suyo. Donde hay un adulto, hay pensamiento en el futuro, lucha, ansia de reconocimiento, ilusiones vanas, ambición y poder. “Los éxitos tienen por única e inseparable compañía la dispersión y unas cuantas cosmovisiones baratas”, nos dice Jakob, para añadir a continuación que
“cuando los hombres empiezan  a contabilizar éxitos y reconocimiento se ponen casi gordos de autosatisfacción saturadora, y la fuerza de la vanidad los va inflando hasta convertirlos en un globo irreconocible. ¡Libre Dios a un hombre honrado del reconocimiento de la masa! Si no lo vuelve malo, sólo servirá para confundirlo y quitarle fuerzas”
Robert Walser el 23 de abril de 1939, en uno de sus paseos por Herisau-Wil
Robert Walser el 23 de abril de 1939, en un paseo por Herisau-Wil
Walser escribió esta reflexión muchos años antes de que unos individuos pretenciosos fuesen aupados al poder por las masas y, tal como había advertido el poeta, desencadenasen el mal que tanto horror y destrucción habría de causar a millones de personas.
Sin embargo, en su actitud no hay nada de irresponsable. Por el contrario, los “héroes” de Walser son los individuos más despiertos y vivos que cabe imaginar. Las fuerzas y energías que la mayoría de los hombres invierten en medrar y en conquistar, ellos las emplean para cumplir con sus modestas obligaciones, prestar oídos a la vida y dedicarse a la contemplación. No juzgan, observan.
Incluso el poder forma parte también del cuento de hadas que imaginan que es la vida de los hombres, un cuento en el que -faltaría menos- ellos desempeñan el papel de escuderos o vasallos fieles de algún señor o dama a los que sirven con absoluto desinterés personal, libres del deseo de encumbrarse. Nada más lejos de sus objetivos que la acción enérgica y rápida, basada en el endurecimiento por el esfuerzo y la lucha por la vida. Todo eso constituye para Walser una “fraseología sabihonda”. Las emociones fuertes le dejaban “un frío glacial en el alma”.
Foto de Robert Walser
Foto de juventud de Robert Walser
Los personajes walserianos no necesitan buscar aventuras ni adentrarse en acciones ostentosas. Ya tienen bastante con permanecer atentos a las cosas menudas que les rodean. “Todo es mucho para mí, hasta las cosas más ínfimas”, admite Jakob von Guten, para quien “conocer perfectamente a dos o tres personas exigiría una vida entera”.
A Walser las ciudades le parecían especialmente encantadoras cuando la gente se sentaba a comer en sus casas. A esa hora el silencio de las calles se le antojaba “amable y misterioso”.
En uno de sus paseos con Carl Seelig le dijo que
“cuanta menos acción hay y más pequeño es el entorno que precisa un poeta, tanto mayor suele ser su talento (…) Las cosas cotidianas son lo bastante bellas y ricas como para poder sacar de ellas chispazos poéticos”.
En una ocasión el editor Samuel Fischer le propuso visitar Polonia para escribir un libro sobre el viaje. “¿Para qué? ¡Berlín me gusta igual!”. Fischer no se rindió: ¿Y Turquía? Pero Walser le replicó con una respuesta digna de Groucho Marx: “A uno le puede ir como a un turco en otros sitios, quizá incluso más que en Turquía”.
El prestigioso editor alemán Samuel Fischer
El prestigioso editor alemán Samuel Fischer
Aunque el editor hubiese insistido, la respuesta habría sido la misma:  “¿Para qué necesitan viajar los escritores mientras tengan imaginación?”. Su contemporáneo, el portugués Fernando Pessoa era de la misma opinión.
A Walser le gustaba pasear por el bosque. En  Los cuadernos de Fritz Kocher (1904), el muchacho que al morir dejó unas meditaciones personales sobre asuntos diversos, se lee que el bosque “sólo despierta la sensibilidad en el hombre, no el entendimiento, y en modo alguno la tendencia a calcular”. Las personas que sufren, “visitan con gusto el bosque””, del que aprenden “la calma” que les ayudará a soportar su padecer.
Walser en uno de sus paseos
Walser en uno de sus paseos
Quien sufre puede aprender del bosque que “está mal amargar la vida a los otros con continuos lamentos huraños y molestar con augurios inútiles”. Además, el bosque “es solicitado por poetas porque es silencioso y en su sombra puede uno despachar un buen poema”.
En la tranquila mañana del 25 de diciembre de 1956, Robert Walser salió a pasear por el bosque, vestido con ropa de abrigo,  “a la luz cristalina del paisaje nevado”. Según el relato de Carl Seelig, entre hayedos y abetos ascendió por la ladera del monte Schochenberg, a un paso demasiado rápido para un hombre de su edad. Alrededor de la una y media, los latidos de su corazón empezaron a renquear. Se mareó, cayendo de espaldas sobre la nieve.
“Se lleva la mano derecha al corazón, y se queda quieto. Con la quietud de los muertos. Un poco más arriba está el sombrero. Tiene la boca abierta; es como si el puro y frío aire del invierno aún penetrara en él”.
Así lo encontraron poco después dos niños que bajaron patinando en sus trineos de madera desde la granja Burghalden.
Fotografía tomada por la policía del cadáver de Robert Walser tumbado en la nieve el 25 de diciembre de 1956
Fotografía tomada por la policía suiza del cadáver de Robert Walser tumbado en la nieve el 25 de diciembre de 1956
Parece como si Robert Walser se hubiese anticipado a su muerte sobre un campo nevado al describir en la novela Los hermanos Tanner (1907) al difunto joven poeta Sebastian, a quien Simon Tanner halló una tarde tumbado sobre la nieve. Al verlo de lejos pensó que estaba dormido, aunque la idea de que un hombre se acostase en medio de un frío terrible y en el rincón solitario de un abetal le parecía un tanto extraña. Además su rostro estaba cubierto por un sombrero, un detalle que a Simon se le antojó siniestro.
Sebastian llevaba puesto un traje de verano de color amarillo, “suavemente ligero y raído”. Al levantar el sombrero de su cara, Simon descubrió que estaba muerto. Sin duda se había congelado. Seguramente llevaba muchas horas allí pues a su alrededor no se veían huellas en la nieve.
Simon Tanner pensó que debió de haberse desplomado “víctima de un cansancio enorme que ya no pudo soportar”. Al verlo “se intuía que no estaba hecho para afrontar la vida y sus duras exigencias”. A modo de improvisada oración fúnebre, el joven Tanner se dijo para sus adentros:
“¡Con qué nobleza ha elegido su tumba! Yace en medio de espléndidos abetos  cubiertos de nieve. La naturaleza se inclina a contemplar a su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para alguien que ya no tiene oído ni sensaciones. Yacer y congelarse bajo unas ramas de abeto, sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo! Es lo mejor que pudiste hacer. La gente está siempre dispuesta a hacerles daño a las aves raras como tú, y a burlarse de sus sufrimientos”.

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