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viernes, 19 de septiembre de 2014

Tony Judt – El refugio de la memoria

 


“No podemos elegir dónde iniciamos nuestra vida, pero podríamos finalizarla donde quisiéramos. Yo sé dónde estaré: yendo en ese tren minúsculo a ningún sitio en particular, por siempre jamás.”
Si fuera cierto que al morir te ponen la película de tu vida, si en ella no salieran unos irrelevantes y aburridos pecados (finalidad disuasoria de la leyenda) sino el olor de tus recuerdos y lo más personal de tu mirada, y si el pase no durase unos segundos sino tres largos años, y además te las ingeniases para poder ir dictando lo que estabas viendo, quizá obtendríamos algo tan bueno e interesante como El refugio de la memoria, tanto más bueno e interesante cuanto más te parecieras a una persona tan conocedora de su tiempo y tan lúcida y sincera como Tony Judt.

Una variante de esclerosis lateral amiotrófica (más grave que la que afecta a  Stephen Hawking) abocó a una inmovilidad cada vez más absoluta a este profesor e historiador nacido en Londres en 1948, “espectador engagé, intelectual políticamente comprometido pero independiente y crítico” como le definió un colega del  New York Review of Books en su obituario. Y en ese estado, con la mente intacta pero sin poder mover un dedo, se dedicó a viajar por su memoria, evocando sus adorados trenes y las comidas de su infancia, una acogedora línea de autobus, los Citroen de su padre y la cultura del automóvil, un querido exigente profesor (“haber sido bien instruido es la única cosa que merece la pena recordar del colegio”), su sarampión sionista en un kibutz, las ventajas de ser revolucionario (“Qué suerte que el antinazismo requiriera -que fuera definido en función de ellos, de hecho- orgasmos en serie”), su ignorancia respecto a la verdadera revolución que se producía en Varsovia y en Praga (“…desde nuestro punto de vista fuimos una generación revolucionaria. La lástima es que nos perdimos la revolución.)  y sus posteriores contactos con la cultura y los futuros líderes centroeuropeos. También los problemas de la enseñanza (“Cuando empecé, mi desafío consistía en explicar por qué la gente perdía su ilusión por el marxismo; hoy, el obstáculo insuperable al que uno se enfrenta es el de explicar la ilusión misma”), las nuevas formas de represión sexual generadas por el temor a la justicia feminista (y los riesgos de ser un profesor varón en USA) y algunas cosas que  convendría recuperar, como la austeridad de la posguerra, las reglas no escritas que sostienen las relaciones humanas, y la palabra, amenazada por la pobre e insegura simplicidad de una  “neo-lengua” a la que prefiere llamar “no-lengua”:
“Me parecía que hablar era lo que daba su pleno sentido a la existencia adulta. Nunca he dejado de percibirlo así… /  …La riqueza de palabras en la que me crié era un espacio público por derecho propio; y de espacios públicos adecuadamente conservados es de lo que carecemos hoy. Si las palabras se deterioran, ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos”
Un recorrido variado y ameno, en el que no falta un examen de su heterodoxa forma de afirmarse judio y en el que alternan recuerdos personales con reflexiones sociales y políticas llenas de sensatez y escritas con una suavidad muy particular, con un sereno distanciamiento puesto al servicio de su envidiable clarividencia. Apenas hay alusiones a las condiciones en las que “escribe”, una vez que, nada más empezar, ya ha explicado cómo utilizó el recuerdo de la disposición de un chalet suizo en el que había pasado unas vacaciones como anclaje mnemotécnico de lo que iba rememorando por las noches, cuando no podía comunicárselo de ninguna forma a nadie. De ahí, “El chalet de la memoria”, el título original en el que la palabra “chalet” ha sido ingeniosa pero discutiblemente traducida como refugio. Seguramente Tony Judt se refugió en la memoria para soportar lo insoportable (“Se acabó: no más un ir hacia, tan solo un interminable estar”) pero salvo por lo que pudieran haber afectado a su tono, estas memorias no le deben nada a las circunstancias en las que fueron escritas: Por si mismas interesantísimas, la libertad y la sutil lucidez de Judt puede llegar a entusiasmar (Neus me conminó a leer este libro con carácter de urgencia: Deja todo lo que estés haciendo… y se lo pedí en préstamo a vuelta de correo), y El refugio de la memoria es una obra que disfrutarán especialmente quienes hayan nacido como él a mediados del pasado siglo y aún tengan interés en recordar y reflexionar.

“La fina capa de la civilización reposa sobre lo que bien podría ser una fe ilusoria en nuestra humanidad común. Pero ilusoria o no, haríamos bien en aferrarnos a ella. Ciertamente, es esa fe –y las restricciones que impone a la conducta humana- la que debe anteponerse en tiempos de guerra o de malestar social.”

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