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miércoles, 31 de agosto de 2016

Escéptico sobre lo escéptico

 

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El año pasado estaba en Madrid asistiendo a una charla sobre divulgación científica cuando el ponente, José A. Pérez Ledo (@mimesacojea), comentó algo que me llamó mucho la atención. Aunque el grueso de la temática era Órbita Laika, en un momento dado habló sobre otro programa que había dirigido para Eitb, Escépticos. Concretamente comentó que, de poder volver a hacerlo en ese momento, lo haría de otro modo. Puso el ejemplo del capítulo sobre homeopatía. El inicio de dicho capítulo ataca directamente la base conceptual de la homeopatía lanzando una bola de naftalina a un pantano del País Vasco. Si la teoría homeopática es correcta, al diluir en grandes cantidades de agua un causante de la diarrea como la naftalina, todos los que beban agua del pantano no sufrirán dicho mal nunca más.
La cuestión es que este inicio atacaba la base de la homeopatía ridiculizándola. Reductio ad absurdum. Y aquí radicaba la base del problema. ¿Cuál era el objetivo del programa? ¿Que la gente entienda y deje de usar la homeopatía? ¿Era ridiculizar a quien la usa la manera de conseguirlo? El director comentaba que en ese momento consideraba que habría perdido a gran cantidad de audiencia, sobre todo usuarios de homeopatía, lo cual era una pena porque mucha de esa gente quizá hubiera cambiado de opinión en caso de llegar al minuto veinticuatro del programa. En ese punto se realiza en la UPV/EHU un análisis detallado del producto con unespectrómetro de resonancia magnética nuclear, máquina capaz de analizar la estructura molecular de una sustancia, demostrando que un producto homeopático era básicamente azúcar y agua (reforzado en el minuto treinta y cuatro). Claro, cada una de estas «resonancias» cuesta varios miles de euros y no se ven todos los días. Ese dato, el gráfico y la explicación (como recomienda Guido Corradi aquí) no llegaron a la audiencia objetivo. Bueno, si ese era el objetivo, claro.
En ese capítulo se escucha una frase importante. «El método científico es la única forma de separar la verdad demostrable de la especulación sin fundamento». Decidí usar pues el método científico, y comencé por tener curiosidad y hacerme preguntas para entender el fenómeno del movimiento escéptico.
Lo primero en toda investigación es su motivación. Demostrar que es importante investigar esa temática. Lo que llevó a la primera pregunta que me hacía: ¿por qué se ataca a empresas como Boiron pero no a tabaqueras? ¿Cuántas personas han muerto por culpa de la homeopatía y cuantas por culpa del tabaco en los últimos cinco años? Boiron facturaba en todo el mundo 607 millones de euros en 2015, con una leve caída respecto a 2014. Phillip Morris International Inc. facturaba 67 700 millones de dólares, unas cien veces más, pero representando apenas un 14% del mercado mundial. ¿Cuestión de prioridades? ¿O como ya está claro que el tabaco mata y crea adicción no merece la pena el tema? ¿Es porque no son «magufadas»? Hombre, las cremas milagro sí han recibido algo de atención, así que quizá el tabaco debería. O el alcohol, que se ha demostrado provoca cáncer. ¿Hay una unidad centralizada que decide en qué temas enfocar el escepticismo? ¿Son solo aquellos que dan titulares, no hacen mucho daño a quién los ataca y permiten ridiculizar sin peligro, así como vivir de ello? ¿Por qué unos sí y otros no? ¿Por qué unos tanto y otro tan poco?
Ojo, no me parece mal informar y sensibilizar sobre una estafa. O dejar claro que se vende azúcar y agua como si fuera otra cosa gracias al poder del marketing. ¿Por qué digo esto si es obvio? Pues por la que se me viene encima. Thomas Paine decía que «argumentar con una persona que ha renunciado a la lógica es como darle medicina a un hombre muerto». El debate abierto por Fermín Grodira (@grodira) aquí y su defensa ante los ataques aquí ha empezado a hacer pensar que algunos de los que defendían el escepticismo se han vuelto «talibanes de la ciencia». No todos, por supuesto, pero parece que hay que remarcar esto de «no todos» a cada frase. Merece la pena al respecto leer las respuestas de Javi Burgos (@javisburgos) o del blog Qué mal puede hacer. El problema es que algunos empiezan a utilizar las mismas técnicas que criticaban, las de aquellos a quienes atacaban. Para ser los buenos hacen falta malos. Son ellos o los demás. No hay punto medio. No hay grises. «La ciencia no es debatible» argumentaba en un tuit un firme defensor de lo escéptico, tras llamar idiota a Fermín Grodira en una sana demostración más del tono del debate. ¡Manda huevo!
Pero no solo eso, en algunos casos incluso empieza a usarse el victimismo: los verdaderos escépticos no se enfrentan a otros escépticos, sino a haters. Bueno, en realidad no todos los escépticos. Hay categorías. Es más, hay «movimientos», asociaciones, líderes, jerarquías. No estaría escribiendo esto tampoco de no ser porque no hace mucho un buen amigo me comentaba una preocupante anécdota. Un contacto común escribió una carta contra las pseudociencias que fue publicada en un medio relativamente especializado; al poco recibió una llamada de un «líder del movimiento escéptico» para decirle que quién era para enviar esa carta, que para eso ya estaba él. ¿Pero el objetivo no era aportar luz y hacer un mundo mejor gracias a la difusión de la ciencia de manera que la oscuridad fuera aclarada? ¿Ahora no vale hacerlo si no es siguiendo las premisas de un amado líder y esperando turno o permiso? Este tipo de actitudes son las que hacen dudar sobre este tipo de movimientos. Igual que Greenpeace fue una organización que aportó mucho en su momento actualmente haperdido la coherencia en muchos sentido, incluso vendiendo semillas de una empresa que demonizan continuamente. El negocio es el negocio. Es ley de vida, ha pasado históricamente en gran cantidad de ocasiones. Los valores y objetivos fundacionales se van perdiendo por diversos motivos: cambios de líder, crecimiento de la organización, falta de nuevos miembros en las bases, mayor presencia en medios o más recursos… Y claro, hemos llegado al «o conmigo o contra mí».
Volviendo sobre la ciencia, un aspecto clave del método científico es la falsabilidad de las premisas. Normalmente no demostramos que algo es como creemos sino que refutamos lo contrario. Si no es posible aportamos más evidencias sobre nuestra hipótesis para reforzarla pero sin ser necesariamente concluyentes. En la famosa escena del bar de la película Una mente maravillosa John Nash no dice que «Adam Smith se equivocaba» sino «Incomplete». La teoría estaba incompleta. Funcionaba dentro de un marco específico, con unas condiciones de contorno, pero no explicaba muchos otros casos que él amplió en una arrolladora tesis de veintisiete páginas, basada en únicamente dos referencias bibliográficas, y centrada en los juegos no cooperativos. La cuestión es que los juegos del «movimiento escéptico» no son precisamente «cooperativos».
Pero sigamos con la ciencia. ¿Puede demostrarse entonces que su estrategia va a terminar con la gente que consume homeopatía? ¿O con la que cree en los ovnis o en las ciencias ocultas? Para conseguirlo primero debemos entender por qué las personas creen en ello. Me encanta el libro de Michael Shermer Por qué creemos en cosas raras. Creo que todo el mundo debería leerlo pero sé fehacientemente que gente que escribe sobre el tema no conoce esta obra. Pero sea esta o muchas otras obras importantes sobre la temática, en ciencia uno primero se pone al día con el «estado de la cuestión» (la temida revisión de la literatura o llegar a los límites del círculo). En cualquier caso, aún sin leer ni ponerse al día del estado del arte habrá algún modelo, alguna teoría, alguna premisa para explicar por qué la gente cree en la homeopatía o en los chemtrails. Cómo y por qué adoptan esa creencia y (lo más importante) cómo a partir de este conocimiento se puede conseguir que la «abandonen» o entender por qué no la abandonan ni lo harán nunca.
Mi abuela falleció de cáncer de mama. El motivo básicamente fue que terminó en las manos de un curandero. Buscaba confianza, ayuda. Quizá incluso seguiría viva hoy de no haber sido así. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué pasó en la consulta del médico para que decidiera seguir otro camino? ¿O fue mucho antes, por algo que aprendió durante su niñez? Sin tener respuesta a estas y otras preguntas similares buscar una solución parece fútil. Es más, a menudo pienso que los escépticos buscan el equivalente a convertir a un ultra sur del Real Madrid en boixo noi del Barcelona gracias a la fuerza de la razón, la ciencia y el inapelable poder del tiquitaca. Ni lasabermetrics más moderna, ni el poder de los Elo Ratings históricos podrían conseguirlo, como toda persona normal sabe. Y si alguien lo intentara pensaríamos que lo que hace no tiene sentido. Al final va a resultar que la ciencia y el escepticismo se están «roncerizando» también. O que mi abuela murió porque no la ridiculicé lo bastante a ella o al curandero que le dijo que el bulto en el pecho se quitaría con friegas de ortigas.
Pero no elucubremos más. Volvamos a la ciencia. A la vista de los hechos el objetivo principal parece ridiculizar (o reducir al absurdo, también me vale) hasta la victoria final. Últimamente no tanto a los «creyentes» sino a quienes les engañan. ¿Pero realmente funciona y llevará a la salvación? ¿En un mundo normal se puede conseguir que todo el mundo deje de creer en algo? ¿Qué dice la ciencia al respecto? Quizá hay un grupo de gente que necesita creer en algo y siempre va a necesitarlo. Quizá son adictos a la primera creencia que les convenció. Si es así, ¿es la solución el insulto, el ataque o el ridículo? ¿No provocará esto que se radicalicen más y ahonden más en esas posturas? ¿No es dar gasolina a quienes les engañan, dando por buenos sus postulados de «los malos los otros y los buenos nosotros»? Postulados que por cierto empiezan a utilizar también unos cuantos «escépticos».
No hace mucho me planteaba que quizá una buena estrategia sería quitar cuota de mercado a estas creencias con nuestras propias creencias. Adiós homeopatía, hola «nutriolos». Si no puedes vencerlos, ¡únete a ellos! Y una vez que la gente está contigo quizá puedas convencerlos poco a poco. A fin de cuentas la gente necesita creer. No sé, quizá en realidad es algo que ya se está haciendo. Era solo una idea porque a fin de cuentas la gente que va a despedir Boiron tras la caída de ventas tendrá que buscar otro trabajo, por lo que podrían pasarse a la venta de «nutriolos» o a vender replicas de la zapatilla de Brian. Pero supongo que como buena gente de ciencia conocedora de los sistemas complejos ese pequeño impacto sin importancia también lo habrán analizado y tendrán una solución. O una propuesta. O una alternativa. O quizá simplemente les parece que los miles de personas que trabajaban en Boiron son todos culpables de crímenes contra la humanidad, sabían todos lo que hacían y merecen la peor de las suertes. No lo tengo claro, de esto no se habla mucho, la verdad. ¿Será por falta de liderazgo? ¿O transparencia? ¿O no es un tema relacionado con el entorno escéptico el impacto de sus acciones? Me dicen por aquí que quizá me he pasado con el ejemplo. Vale, pongamos otro caso hipotético más sencillo. Supongamos un escéptico hipotético de un hipotético movimiento que trabaja para un periódico que incluye un horóscopo. O para un canal de televisión que anuncia productos de esos que te reconfiguran el ADN como ya quisiera la oveja Dolly. ¿Debería dejarlo por coherencia? ¿Debería hablar de ese medio para el que trabaja en los mismos términos y con la misma intensidad que habla de otros casos similares? ¿O hay excepciones a la norma y en estos casos no pasa nada? ¿Hasta qué extremo se debe radicalizar ese tipo de comportamiento?
Pero antes de tener excepciones debemos tener la norma, debemos validar el modelo. La cuestión es que en ciencia diseñamos un experimento de manera que sea reproducible por otros. Para ello buscamos predecir el futuro en gran medida. Y en el proceso necesitamos medir. ¿Cuál es el impacto esperado de las acciones de los movimientos escépticos? Aparte de conseguir que se cancelen las charlas y másteres de homeopatía en instituciones públicas, que es bien, ¿qué otros objetivos tienen con lo que hacen? ¿Cómo están midiendo si realmente consiguen alcanzar dichos objetivos? ¿Hay algo más allá de ridiculizar y salir en los medios que todos vemos? ¿O todo se basa en lo que decía John Wanamaker sobre que «la mitad del dinero que gasto en publicidad se desperdicia; el problema es que no sé cuál es esa mitad»? Vamos, que la mitad de lo que hace el formalmente reconocido como movimiento de asociaciones de escépticos quizá no aporta nada, pero cómo no sabemos qué mitad sigamos así.
No lo creo. Si «el escepticismo se basa en no creer en nada sin pruebas», ¿no debería haber casos demostrados de personas que tras ver y/o leer los tuits, posts, artículos o contenidos que sean han cambiado su postura abandonando sus falsas creencias o no han llegado a adoptar las mismas? ¿Alguien que haya dejado de ser un desgraciado? ¿Existen? ¿Podemos tocarles? ¿Sabemos cuántos son? ¿Han cogido un cenicero? Medir el impacto esperado es importante en ciencia y en otras disciplinas. Lo que no se puede medir no se puede mejorar, y a menudo tampoco justificar. 
Tener un contrapunto a las pseudociencias y falacias es necesario, y el debate debe enfocarse en su justa medida como planteaba John Oliver. Pero eso no quita para que existan dudas, como en cualquier disciplina. Esas y otras dudas similares son las que creo que Fermín buscaba responder, y lo hacía porque básicamente cada vez más gente las tiene. Es posible que el titular de su artículo no fuera el más acertado, pero como muchos periodistas saben no siempre el autor del artículo los puede escoger ni influir en ellos. Pero eso no quita que transmita algunas de las cosas sobre las que él, igual que yo y otros tantos, somos escépticos. Tanto como para plantear dudas sobre ciertos aspectos del movimiento escéptico, tales como sus objetivos y el impacto de sus acciones, por ejemplo. Pero quizá para ser auténticos escépticos lo que debemos hacer es no dudar, no hacernos preguntas, no intentar entender los objetivos o el impacto y simplemente creer y confiar en el «movimiento» porque es bueno y hace el bien mejorando el mundo y a la humanidad, motivos por lo cual se le debe perdonar todo. Personalmente me cuesta bastante hacerlo así, que permítanme dudar por mucho que quiera creer.

“El fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando” (Miguel de Unamuno)

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lunes, 29 de agosto de 2016

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Hay que revolverse siempre ( frases anticinismo )


  Zbigniew Herbert poeta polaco
“Nuestra propia libertad y en gran medida nuestra realidad depende de la exactitud con la que somos capaces de percibir el sufrimiento a nuestro alrededor, soportar ser testigo de ello, y ser capaces de revolverse contra todo ello”. Porque la abogacía por los que sufren y son oprimidos, engañados, humillados también es nuestra tarea como médicos 

Nuestro gran instrumento de supervivencia es la imaginación

Alberto Manguel 2014

Estamos en una sociedad que ofrece valores triviales y al mismo tiempo trata de convencer a los ciudadanos de que no son lo suficientemente inteligentes como para acceder a lo que parece más difícil. Por eso prefieren a Paulo Coelho que a San Agustín


“Es muy peligroso confundir el hecho de que los poderosos digan que hay que estudiar para conseguir un trabajo con pensar que la cultura no tiene importancia. Es difícil sustraerse a algo que se nos inculca diariamente, pero hacerlo es esencial para seguir viviendo. Los que no son realistas son los políticos, porque la realidad es que la cultura es importante, biológicamente importante. Nuestro gran instrumento de supervivencia es la imaginación, que anticipa escenarios que nos permiten resolver problemas concretos”.


Hablando de supervivencia, en El sueño del Rey Rojo Alberto Manguel recuerda la duda que le asaltó cuando tuvo que elegir un libro para leer en el hospital tras la fulminante operación de un tumor. Después de jugar con la idea deespantar a las enfermeras con Dolor y sufrimiento, de Kierkegaard, su elegido fue el Quijote. ¿Y si ese efecto paliativo lo tiene para alguien un libro malo? “¡Pues claro! Con qué derecho vas a decir a nadie: ‘Te has enamorado de una mujer fea’

sábado, 27 de agosto de 2016

Por qué quiero morir a los 75 años . Ezequiel Emanuel



 

by nmurcia
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Ezekiel J. Emanuel es director del Departamento de Bioética Clinica de los Institutos Nacionales de Salud norteamericanos y dirige el Departamento de Ética Médica y Políticas de Salud de la Universidad de Pennsylvania.
Siguiendo el razonamiento de Daniel Callahan en su libro "Poner límites" -o el espíritu de los movimientos "slow" y los partidarios de la "simplicidad voluntaria"-, aboga por una, siempre voluntaria, objeción de conciencia a la atención sanitaria a partir de los 75 años.
Traducimos este largo pero jugoso texto, publicado recientemente en la revista The Atlantic, por lo que supone de reflexión lúcida sobre un dato claro: nuestra capacidad para prolongar la vida ha aumentado mucho más que la de prolongar el bienestar y, en la actualidad, tenemos más años de vida, sí, pero con serias limitaciones físicas y mentales ¿Merece la pena?
"Ese es el tiempo que quiero vivir: 75 años.
Mis hijas dicen que estoy loco. Mis hermanos dicen que estoy loco. Mis mejores amigos piensan que estoy loco. Ellos piensan que no puedo decir lo que digo; que no he pensado con claridad sobre esto, porque hay mucho en el mundo para ver y hacer. Para convencerme de mis errores, me enumeran a las innumerables personas que conozco que son mayores de 75 años y que están muy bien. Están seguros de que, a medida que me acerque a los 75, voy a empujar la edad deseada a los 80, luego a los 85, incluso a los 90.
Pero estoy seguro de mi posición. Sin duda, la muerte es una pérdida. Se nos priva de experiencias y puntos de referencia, del tiempo para pasar con nuestro cónyuge e hijos. En definitiva, se nos priva de todas las cosas que valoramos.
Pero hay una simple verdad que muchos de nosotros parece no queremos entender: vivir demasiado tiempo es también una pérdida; hace que muchos de nosotros, si no desarrollamos una discapacidad, nos sintamos vacilantes y en declive, un estado que, quizás, no siendo peor que la muerte, significará privación. Se nos priva de nuestra creatividad y de la capacidad de contribuir al trabajo, a la sociedad, al mundo. Transforma cómo las personas nos experimentan, cómo se relacionan con nosotros, y, lo más importante, cómo nos recordarán. Ya no seremos recordados como personas vibrantes y comprometidas, sino débiles, ineficaces e incluso patéticos.
En el momento en que alcance 75 años, habré vivido una vida completa. Habré amado y habré sido amado. Mis hijos habrán madurado y estarán en medio de sus propias dichosas vidas. Habré visto a mis nietos nacidos y comenzando sus vidas. Habré concluido los proyectos de mi vida y obtenido las aportaciones que, importantes o no, pueda hacer. Y es de esperar, no tendré todavía demasiadas limitaciones mentales y físicas. Morir a los 75 no será una tragedia. De hecho, planeo tener mi funeral antes de morir. Y no para llorar o lamentarse, sino que será un encuentro cálido lleno de recuerdos divertidos, historias de mi torpeza y celebraciones por una buena vida. Después de que me muera, mis supervivientes podrán celebrar su propio funeral, si quieren; ya no es asunto mío.
Permítanme ser claro acerca de mis deseos. Yo no estoy pidiendo ni más tiempo probable ni acortar mi vida. Hoy me siento, por lo que mi médico y yo sabemos, muy saludable, sin enfermedades crónicas. Acabo de subir el Kilimanjaro con dos de mis sobrinos. Así que no estoy hablando de negociar con Dios para vivir hasta los 75 años porque tenga una enfermedad terminal. Tampoco estoy hablando de despertarme una mañana, dentro de 18 años, y terminar mi vida a través de la eutanasia o el suicidio. Desde la década de 1990, me he opuesto activamente a la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido por un médico. Las personas que quieren morir de una de estas formas tienden a sufrir no de dolor incesante, sino de depresión, desesperanza o miedo a perder su dignidad y el control. Las personas que dejan atrás, inevitablemente, van a sentir que les han fallado de alguna manera. La respuesta a estos síntomas no es terminar con su vida sino dar ayuda. Durante mucho tiempo he sostenido que debemos centrarnos en dar a todos los enfermos terminales una buena y compasiva muerte y no en ofrecer eutanasia o suicidio asistido a una pequeña minoría.
En realidad, estoy hablando de cuánto tiempo quiero vivir y del tipo y cantidad de atención de salud que voy a consentir después de que cumpla 75 años. Los estadounidenses parecen estar obsesionados con hacer ejercicio y se rompen la cabeza para consumir diversos jugos y brebajes con proteínas; se apegan a una dieta estricta y al consumo de vitaminas y suplementos, todo en un valiente esfuerzo por engañar a la muerte y prolongar la vida el mayor tiempo posible. Esto ha llegado a ser tan dominante que ahora define un tipo de cultura: lo que yo llamo el inmortal estadounidense.
Rechazo esta aspiración. Creo que esta desesperación maníaca por extender indefinidamente la vida es equivocada y potencialmente destructiva. Por muchas razones, los 75 años son una buena edad para decidir parar.
¿Cuáles son estas razones? Comenzaremos con la demografía. Estamos creciendo en edad pero nuestros años en la edad avanzada no son de alta calidad. Desde mitad del siglo XIX, los estadounidenses están viviendo más tiempo. En 1900, la esperanza de vida de un estadounidense promedio al nacer era de aproximadamente 47 años. En 1930, de 59,7; en 1960, de 69,7; en 1990, de 75.4. Hoy en día, un recién nacido puede esperar vivir unos 79 años. (En promedio, las mujeres viven más que los hombres. En los Estados Unidos, la brecha es de unos cinco años. Según el Informe Nacional de Estadísticas Vitales, la esperanza de vida para los hombres americanos nacidos en 2011 es de 76,3 y para las mujeres es 81,1.)
En la primera parte del siglo XX la esperanza de vida aumentó gracias a que vacunas, antibióticos y una mejor atención médica salvaron a más niños de una muerte prematura y se trataron las infecciones más eficazmente. Una vez curadas, las personas que habían estado enfermas regresaron en gran medida a sus vidas normales y sanas sin discapacidades residuales. Desde 1960, sin embargo, el aumento de la longevidad se ha conseguido principalmente mediante la ampliación de la vida de las personas mayores de 60 años. En lugar de salvar a más personas jóvenes, estamos extendiendo la vejez.
El inmortal estadounidense quiere desesperadamente creer en la "compresión de la morbilidad". Concepto desarrollado en 1980 por James F. Fries, ahora profesor emérito de medicina en Stanford, esta teoría postula que a medida que ampliamos nuestra esperanza de vida hacia los años 80 y 90, seremos capaces de vidas más saludables durante más tiempo, es decir, tendremos más tiempo sin discapacidades y menos discapacidades en general. La idea es que obtendremos vidas más largas y que una proporción cada vez menor de nuestras vidas se gastará en un estado de decadencia.
La compresión de la morbilidad es una idea esencialmente estadounidense. Nos dice exactamente lo que queremos creer: que vamos a vivir vidas más largas y luego morimos abruptamente sin apenas dolores o deterioro físico, es decir, sin la morbilidad tradicionalmente asociada con el envejecimiento. Este concepto promete una especie de eterna juventud hasta el momento en que llegue la muerte. Es este sueño -o fantasía - el que impulsa al americano inmortal y está impulsando el interés creciente en investigar en medicina regenerativa y trasplante de órganos.
Pero a medida que la vida se ha prolongado ¿ha conseguido ser más saludable? ¿Los 70 son los nuevos 50?
No del todo. Es cierto que, en comparación con sus homólogos de hace 50 años, las personas mayores de hoy están menos discapacitadas y están más activas. Pero en las últimas décadas, el aumento de la longevidad parece haber estado acompañada por un aumento en la discapacidad. Por ejemplo, utilizando los datos de la Encuesta Nacional de Salud, Eileen Crimmins, un investigador de la Universidad del Sur de California y un colega, evaluaron el funcionamiento físico en los adultos, analizando si la gente podía caminar un cuarto de milla, subir 10 escaleras, estar de pie o sentarse durante dos horas o ponerse de pie, agacharse o arrodillarse sin utilizar apoyos especiales. Los resultados muestran que a medida que las personas envejecen hay una erosión progresiva de la función física. Más importante, Crimmins encontró que entre 1998 y 2006 la pérdida de la movilidad funcional en los ancianos ha aumentado. En 1998, alrededor del 28 por ciento de los hombres estadounidenses de 80 años o más tenían una limitación funcional; en 2006, esa cifra fue de casi el 42 por ciento. Y para las mujeres el resultado fue aún peor: más de la mitad de las mujeres de 80 años o más tenían una limitación funcional. La conclusión de Crimmins: ha habido un "aumento de la esperanza de vida con enfermedad y una disminución de los años de vida sin enfermedad. Lo mismo es cierto para la pérdida de funcionalidad con un aumento de los años en los que se espera exista una incapacidad".
Esto fue confirmado por un estudio reciente mundial sobre "esperanza de vida saludable", realizado por la Escuela de Harvard de Salud Pública y el Instituto para la Métrica y Evaluación Sanitaria de la Universidad de Washington. Los investigadores incluyeron no sólo discapacidades físicas sino también mentales, como la depresión y la demencia. No se encontró una compresión de la morbilidad sino, en realidad, una expansión, es decir, un "aumento en el número absoluto de años perdidos por discapacidad a medida que aumenta la esperanza de vida."
¿Cómo puede ser esto? Mi padre ilustra bien la situación. Hace aproximadamente una década, poco antes de su 77 cumpleaños, comenzó a tener dolores de abdomen. Como todo buen médico, negó que fuera algo importante. Pero después de tres semanas sin mejoría, fue persuadido para que viera a su médico. Estaba teniendo, de hecho, ataques al corazón, lo que lo llevó a un cateterismo cardíaco y, en última instancia, a un bypass. Desde entonces, no ha vuelto a ser el mismo. De ser el prototipo de un Emanuel hiperactivo, de repente, su caminar, su hablar, su humor eran más lentos. Hoy, puede nadar, leer el periódico, "pinchar" a sus hijos por teléfono y todavía vive con mi madre en su propia casa. Pero todo parece lento. A pesar de que no murió de un ataque al corazón, nadie diría que está viviendo una vida vibrante. Cuando alguna vez lo hablamos, mi padre me dice, "me he ralentizado enormemente. Eso es un hecho. Ya no paso planta en el hospital ni enseño". A pesar de esto, también dijo que estaba contento.
Como Crimmins dice, en los últimos 50 años, la atención sanitaria no ha frenado el proceso de envejecimiento tanto como ha ralentizado el proceso de morir. Y, como mi padre demuestra, el proceso de morir contemporáneo se ha alargado. La muerte suele ser el resultado de las complicaciones de una enfermedad cardíaca crónica, un cáncer, un enfisema pulmonar, un derrame cerebral, una enfermedad de Alzheimer o la diabetes.
Tomemos el ejemplo de un derrame cerebral. La buena noticia es que hemos logrado importantes avances en la reducción de la mortalidad por accidentes cerebrovasculares. Entre 2000 y 2010, el número de muertes por accidente cerebrovascular se redujo en más del 20 por ciento. La mala noticia es que muchos de los aproximadamente 6,8 millones de estadounidenses que han sobrevivido a un accidente cerebrovascular sufren de parálisis o incapacidad para hablar. Y muchos de los aproximadamente 13 millones más de estadounidenses que han sobrevivido a un accidente cerebrovascular "silencioso", sufren de disfunciones cerebrales sutiles en los procesos de pensamiento, la regulación del humor o el funcionamiento cognitivo. Peor aún, se prevé que en los próximos 15 años habrá un aumento del 50 por ciento en el número de estadounidenses que sufran una discapacidad inducida por un accidente cerebrovascular. Desafortunadamente, el mismo fenómeno se repite con muchas otras enfermedades.
Así los inmortales estadounidenses pueden vivir efectivamente más que sus padres pero con más discapacidad. ¿Suena deseable? No para mí.
La situación se vuelve aún más preocupante cuando nos enfrentamos a la más terrible de todas las posibilidades: vivir con demencia u otras discapacidades mentales adquiridas. En este momento aproximadamente 5 millones de estadounidenses mayores de 65 años tienen la enfermedad de Alzheimer; uno de cada tres estadounidenses mayores de 85 años tiene la enfermedad de Alzheimer. Y la perspectiva de que haya cambios en las próximas décadas no es buena. Numerosos ensayos recientes con medicamentos que se suponía iban a estabilizar la evolución del Alzheimer -ni mucho menos revertir o evitar- han fracasado tan rotundamente que los investigadores se están replanteando todo el paradigma de la enfermedad en la que se inscribió gran parte de la investigación de los últimos decenios. En lugar de predecir una cura en el futuro, muchos están advirtiendo que se acerca un tsunami de demencia con un incremento de casi el 300 por ciento en el número de estadounidenses de edad avanzada con demencia en 2050.
La mitad de las personas mayores de 80 años con limitaciones funcionales. Un tercio de las personas mayores de 85 años con enfermedad de Alzheimer. Esto aún deja a muchas personas de edad avanzada libres de discapacidad física y mental. Si estamos entre los afortunados, entonces ¿por qué detenerse en los 75 años? ¿Por qué no vivir el mayor tiempo posible?
Incluso si no estamos dementes, nuestro funcionamiento mental se deteriora a medida que envejecemos. Se han descrito disminuciones asociadas a la edad en la velocidad de procesamiento mental, en la memoria de trabajo y a largo plazo así como en la resolución de problemas; los despistes aumentan. No podemos focalizar nuestro esfuerzo o quedarnos con una idea como cuando éramos jóvenes. A medida que avanzamos en edad, somos más lentos y pensamos más lento.
No es sólo lentitud mental. Literalmente, perdemos nuestra creatividad. Hace aproximadamente una década, empecé a trabajar con un prominente economista de la salud que estaba a punto de cumplir 80 años. Nuestra colaboración fue increíblemente productiva. Hemos publicado numerosos trabajos que influyeron en los debates que hicieron madurar la reforma del sistema de salud. Mi colega es brillante y sigue siendo una influencia importante; celebró su 90 aniversario este año. Pero él es un caso aparte, una persona muy rara.
Los inmortales estadounidenses operan con el supuesto de que serán precisamente uno de estos raros casos. Pero el hecho es que a los 75 años, la creatividad, la originalidad y la productividad habrán, prácticamente, desaparecidos en la gran mayoría de nosotros. Einstein dijo la famosa frase: "Una persona que no ha hecho su gran contribución a la ciencia antes de la edad de 30 años ya nunca la hará." Algo exagerado; y estaba equivocado. Dean Keith Simonton, de la Universidad de California en Davis, una luminaria entre los investigadores sobre la edad y la creatividad, ha sintetizado numerosos estudios para demostrar la típica curva de la edad y la creatividad: la creatividad aumenta rápidamente a medida que se comienza una carrera, con picos alrededor de los 20 años, y sobre los 40 ó 45; luego se entra en un lento declive según se van cumpliendo años. Hay algunas variaciones, pero no enormes, entre disciplinas. Actualmente, la edad media en la que los físicos ganadores del Premio Nobel hacen su descubrimiento -no obtener el premio- es sobre los 48 años; los químicos teóricos y los físicos hacen su mayor contribución ligeramente antes que los investigadores empíricos. Del mismo modo, los poetas tienden a tener su pico antes que los novelistas. En un estudio propio de Simonton sobre compositores clásicos, demuestró que el compositor típico escribe su primera obra importante a los 26 años, alcanza su máximo creativo aproximadamente a los 40 años y luego disminuye, escribiendo su última composición musical significativa a los 52 (Todos los compositores estudiados eran varones.)
Esta relación de la edad con la creatividad es una asociación estadística, el producto de los promedios; los individuos varían en esta trayectoria. De hecho, todo el mundo en una profesión creativa piensa que estará, como mi colaborador, en la parte extrema de la curva. Hay tardíos. Como mis amigos hacen cuando los enumeren, nos aferramos a ellos para tener esperanza. Es cierto, las personas pueden seguir siendo productivas pasados los 75 años: escribir y publicar, dibujar, esculpir y componer. Pero no se puede pasar por encima de los datos. Por definición, pocos de nosotros seremos excepciones. Por otra parte, hay que preguntarse cuántos de los "pensadores antiguos", como los llamó Harvey C. Lehman en 1953 en su obra "Edad y Logro", producirían una novela que no fuera reiterativa y no repitiera ideas anteriores. La  curva edad/ creatividad - especialmente el descenso- es semejante en todas las culturas y a lo largo de la historia, lo que sugiere un profundo determinismo biológico subyacente, probablemente relacionado con la plasticidad del cerebro.
Sólo podemos especular acerca de la biología. Las conexiones entre las neuronas están sujetas a un intenso proceso de selección natural. Las conexiones neuronales que se utilizan más fuertemente se refuerzan y son retenidas, mientras que los que rara vez, o nunca, son usadas, se atrofian y desaparecen con el tiempo. Aunque la plasticidad cerebral persiste durante toda la vida, no nos quedamos totalmente reconectados. A medida que envejecemos, forjamos una muy extensa red de conexiones, establecidas a través de toda una vida de experiencias, pensamientos, sentimientos, acciones y recuerdos. Estamos sujetos a lo que hemos sido. Es difícil, si no imposible, poder generar nuevas ideas creativas, porque no desarrollamos un nuevo conjunto de conexiones neuronales que puedan dejar sin efecto la red existente. Es mucho más difícil para las personas mayores aprender nuevas lenguas. Todos esos acertijos mentales son un esfuerzo para frenar la erosión de las conexiones neuronales que tenemos. Una vez que usted estruja la creatividad de las redes neuronales establecidas a lo largo de su carrera inicial, no somos propensos a desarrollar nuevas conexiones cerebrales capaces de generar nuevas ideas, excepto, tal vez, en aquellos pensadores viejos que, como mi colega, son valores atípicos, una minoría dotada de una plasticidad innovadora superior.
Puede ser que las funciones mentales -procesamiento, memoria, solución de problemas- vayan más lentas a los 75 años. Tal vez crear algo novedoso es muy raro después de esa edad. Pero ¿No es esta una obsesión peculiar? ¿No hay vida fuera de estar en buena forma física y continuar contribuyendo a nuestro legado?
Un profesor universitario me dijo que desde que ha envejecido (ahora tiene 70 años), publica con menos frecuencia, pero contribuye de otras maneras. También es mentor de estudiantes, ayudándolos a traducir sus pasiones en proyectos de investigación y aconsejándoles sobre cómo mantener el equilibrio de la vida laboral y familiar. Y la gente en otros campos puede hacer lo mismo: orientar a la próxima generación.
La tutoría es enormemente importante. Nos permite transmitir la memoria colectiva que subyace en la sabiduría de los ancianos. Con demasiada frecuencia se infravalora, asumiendo que es una manera de ocupar la tercera edad de los que se niegan a retirarse para seguir repitiendo las mismas historias. Pero también ilumina una cuestión clave del envejecimiento: la constricción de nuestras ambiciones y expectativas.
Acomodamos nuestras limitaciones físicas y mentales. Nuestras expectativas se reducen. Conscientes de nuestras capacidades decrecientes, elegimos actividades y proyectos cada vez más restringidos, para asegurarnos de que podremos cumplirlos. De hecho, esta constricción sucede casi imperceptiblemente. Con el tiempo, y sin una elección consciente, transformamos nuestras vidas. No nos damos cuenta de que estamos aspirando a hacer cada vez menos. Y así seguimos contentos, pero el lienzo es ahora muy pequeño. El inmortal americano, una vez figura en su profesión y comunidad, se complace en cultivar los intereses no vocacionales, para ocuparse de la observación de aves, paseos en bicicleta, la cerámica y similares. Y entonces, como caminar se vuelve más difícil y el dolor de la artritis limita la movilidad de los dedos, la vida viene a centrarse en estar sentado leyendo o escuchando libros en cintas y haciendo crucigramas. Y luego ...
Tal vez esto es demasiado desdeñoso. Hay más en la vida que las pasiones juveniles centradas en la carrera y la creación. Hay posteridad: hijos, nietos y bisnietos.
Pero aquí, también, vivir el mayor tiempo posible tiene inconvenientes que a menudo no nos reconoceremos a nosotros mismos. Dejaré de lado las cargas financieras y de cuidado, muy reales y opresivas para muchos que la llamada generación sándwich está experimentando ahora, atrapada entre el cuidado de los hijos y los padres. Nuestras vidas demasiado largas someten a auténticas cargas emocionales a nuestra progenie.
A menos que se haya producido un abuso terrible, ningún niño quiere que sus padres mueran. Es una gran pérdida a cualquier edad. Se crea un tremendo agujero, imposible de llenar. Pero los padres también proyectan una gran sombra para la mayoría de los niños. Independientemente de que hayan sido enajenados, desconectados o profundamente amorosos, los padres crean expectativas, influyen en los juicios, imponen opiniones, interfieren y, en general,  son una presencia que se cierne sobre los niños, incluso ya adultos. Esto puede ser maravilloso. Pero también puede ser molesto. Puede ser destructivo. Pero es inevitable mientras el padre está vivo. Los ejemplos abundan en la vida y la literatura: Lear, la madre judía por excelencia, el Tiger Mom. Y mientras que los niños nunca pueden escapar totalmente de este peso, incluso después de que un padre muera, hay mucha menos presión para ajustarse a las expectativas y demandas de los padres después de que se hayan ido.
Los padres que viven también ocupan el papel de cabeza de familia. Ellos hacen que sea difícil para los hijos o hijas mayores convertirse en el patriarca o matriarca. Cuando los padres viven rutinariamente hasta los 95 años, los niños deben enfrentarse a su propia jubilación. Eso no les deja mucho tiempo independiente y es durante su vejez. Cuando los padres viven hasta los 75 años, los niños no solo han tenido la alegría de una relación rica con sus padres, sino que también tienen el tiempo suficiente para desarrollar su propia vida sin la sombra de sus padres.
Pero hay algo aún más importante que la sombra de los padres: los recuerdos. ¿Cómo queremos ser recordados por nuestros hijos y nietos? Queremos que nuestros hijos nos recuerden en nuestro mejor momento. Activos, vigorosos, comprometidos, animados, astutos, entusiastas, divertidos, cálidos, amorosos. No encorvados, lentos, olvidadizos y repetitivos, o constantemente preguntando "¿Qué dijo?". Queremos ser recordados como seres independientes, no como una carga.
A los 75 años se llega a ese momento, aunque algo arbitrariamente elegido, en el que hemos vivido una vida rica y completa y hemos dejado, espero, los recuerdos adecuados para nuestros hijos. Si seguimos viviendo el sueño del inmortal estadounidense aumentarán dramáticamente las posibilidades de que no vayamos a conseguir nuestros deseos: dejar recuerdos con vitalidad, ya que serán desplazados por las agonías del declive. Sí, con esfuerzo, nuestros niños serán capaces de recordar a la gran familia de vacaciones, o esa escena divertida en el día de Acción de Gracias, o el que paso en falso embarazoso en una boda. Pero los más recientes años, esos en los que progresa la discapacidad y la necesidad de hacer arreglos para cuidado, se convertirán inevitablemente en los recuerdos predominantes y sobresalientes. Las viejas alegrías tienen que ser conjuradas con esfuerzo.
Por supuesto, nuestros hijos no van a admitirlo. Ellos nos aman y temen la pérdida que se creará por nuestra muerte. Y será una pérdida. Una gran pérdida. Ellos no quieren enfrentarse a nuestra mortalidad y, sin duda, no desean nuestra muerte. Pero incluso si logramos no llegar a ser una carga para ellos, nuestra sombra presente hasta su vejez también es una carga. Y dejarles a los chicos y a nuestros nietos recuerdos no dominados por nuestra vitalidad sino por nuestra fragilidad será la tragedia final.
Setenta y cinco años. Eso es todo lo que quiero vivir. Pero si no voy a participar en la eutanasia o el suicidio, y no lo haré, ¿Es este un discurso vacío? ¿No me falta entonces el valor de asumir mis convicciones?
No. Mi decisión tiene importantes implicaciones prácticas. Una de ellas es personal y dos involucran la política.
Una vez que he vivido a 75 años, mi acercamiento a mis cuidados de salud van a cambiar por completo. No voy a terminar activamente con mi vida. Pero tampoco voy a tratar de prolongarla. Hoy, cuando el médico recomienda una prueba o un tratamiento, especialmente si extenderá nuestras vidas, nos incumbe a nosotros dar una buena razón por la que no lo queremos. El impulso de la medicina y de la familia conseguirán que casi invariablemente lo aceptemos.
Mi actitud cambia completamente esta perspectiva. Aprovecho lo que Sir William Osler escribió en su libro de texto médico clásico de finales de siglo, "Los Principios y la Práctica de la Medicina": "La neumonía pueden también ser llamada la amiga de la edad. Ser llevado por ella suele ser una manera rápida y no muy dolorosa cómo un anciano puede escapar a esos 'matices fríos de la decadencia' tan angustiosos para uno mismo y para sus amigos".
Mi filosofía inspirada en Osler es esta: A los 75 años y más allá, voy a necesitar una buena razón para incluso ir al médico, hacerme cualquier examen o realizar cualquier tratamiento médico, no importa cuán rutinario y sin dolor sea. Y esta dejará de ser una buena razón "Va a prolongar su vida." Voy a dejar de realizarme cualquier prueba regular preventiva, exámenes o intervenciones. Voy a aceptar sólo cuidados paliativos -y no tratamientos curativos- si estoy sufriendo dolor u otras discapacidades.
Esto significa que dejaré de hacerme colonoscopias y otras pruebas de detección de cáncer ya antes de los 75 años. Si se me diagnosticara cáncer ahora, a los 57 años, probablemente aceptaría ser tratado, a menos que el pronóstico fuera muy malo. Pero me haré la última colonoscopia a los 65 años. No intentaré detectarme cáncer de próstata en ninguna edad. (Cuando un urólogo me hizo una prueba de PSA sin mi consentimiento y me llamó con los resultados le colgué antes de que pudiera decirmelos. Ordenó la prueba para él, le dije, no para mí). Después de los 75 años, si desarrollo del cáncer, voy a rechazar cualquier tratamiento. Del mismo modo, no haré pruebas de esfuerzo cardíacas. No me pondré marcapasos y, desde luego, ningún desfibrilador implantable. no me reemplazaré ninguna válvula cardiaca o realizaré ninguna cirugía de bypass. Si desarrollo enfisema o alguna enfermedad similar que involucra exacerbaciones frecuentes que, normalmente, acaban en el hospital, voy a aceptar tratamiento para aliviar el malestar causado por la sensación de asfixia, pero me negaré a que me trasladen al hospital.
¿Qué pasa con las cosas simples? Vacunas contra la gripe, fuera. Ciertamente, si se produjera una pandemia de gripe, quizás una persona más joven, que todavía tiene que vivir una vida completa, debería recibir la vacuna o alguna droga antiviral. Un gran reto son los antibióticos para una neumonía o las infecciones de la piel o urinarias. Los antibióticos son baratos y en gran medida eficaces para curar las infecciones. Es muy difícil para nosotros decir que no. De hecho, incluso para las personas que están seguras de que no quieren tratamientos que prolongan su vida, les resulta difícil rechazar los antibióticos. Pero, como nos recuerda Osler, a diferencia de la decadencias asociadas con las enfermedades crónicas, la muerte por estas infecciones es rápida y relativamente indolora. Por lo tanto, no a los antibióticos.
Obviamente, redactaré y grabaré claramente una orden de no reanimación y una directiva anticipada completa que indique que no deseo ventiladores, diálisis, cirugía, antibióticos o cualquier otro medicamento; nada, salvo los cuidados paliativos, incluso si no estoy mentalmente competente. En resumen, no a cualquier intervención de soporte vital. Voy a morir cuando lo que venga primero me lleve.
En cuanto a las dos implicaciones políticas, una se relaciona con el uso de la esperanza de vida como una medida de la calidad de la atención de salud. Japón tiene la tercera más alta esperanza de vida del mundo, 84,4 años (detrás de Mónaco y Macao), mientras que Estados Unidos está en un decepcionante número 42, con 79,5 años. Pero no habrá que preocuparse demasiado por medirnos con Japón. Una vez que un país tiene una esperanza de vida más allá de los 75 años para hombres y mujeres, esta medida debería ser ignorada. (La única excepción está en la necesidad de aumentar la esperanza de vida de algunos subgrupos, como los hombres negros, que tienen una esperanza de vida de sólo 72,1 años. Eso es terrible, y debe ser un foco importante de atención). En su lugar, deberíamos mirar con mucho más cuidado las medidas de salud de los niños, donde los EE.UU. tiene unas cifras vergonzosas en los partos prematuros - antes de las 37 semanas (en la actualidad uno de cada ocho nacimientos en Estados Unidos), se correlacionan con resultados deficientes en la visión, parálisis cerebral y diversos problemas relacionados con el desarrollo del cerebro-, la mortalidad infantil (en los EE.UU. es de 6,17 muertes infantiles por cada 1.000 nacidos vivos, mientras que en Japón está en 2.13 y en Noruega está en 2,48), y de mortalidad en adolescentes (los EE.UU. tienen un registro espantoso que está en la parte inferior de los países de altos ingresos).
Una segunda implicación para la política se refiere a la investigación biomédica. Necesitamos más investigación sobre la enfermedad de Alzheimer y las crecientes incapacidades de la vejez y y enfermedades crónicas; no investigación sobre cómo prolongar el proceso de morir.
Muchas personas, especialmente los que simpatizan con el mito del inmortal americano, rechazarán mi punto de vista. Ellos pensarán en todas las excepciones que hay para demostrar que mi teoría central que está mal. Al igual que mis amigos, ellos creerán que estoy loco o que adopto una postura solo para provocar, o algo peor. Incluso, me acusarán de estar contra los ancianos.
Una vez más, permítanme ser claro: no estoy diciendo que los que quieren vivir el mayor tiempo posible son poco éticos o que actúan incorrectamente. Desde luego, no estoy menospreciando a las personas que quieren vivir a pesar de sus limitaciones físicas y mentales. Ni siquiera estoy tratando de convencer a nadie de que tengo razón. De hecho, a menudo aconsejo a la gente en este grupo de edad sobre la forma de obtener la mejor atención médica disponible en los Estados Unidos para sus dolencias. Esa es su elección y quiero apoyarlos.
Y no estoy abogando por los 75 años como la estadística oficial de una buena vida completa con el fin de ahorrar recursos, racionar la atención a la salud o solucionar cuestiones de políticas públicas derivadas del incremento de la esperanza de vida. Lo que estoy tratando de hacer es delinear mis puntos de vista para una buena vida y hacer que mis amigos y otras personas reflexionen acerca de cómo quieren vivir a medida que envejecen. Quiero que piensen en una alternativa a sucumbir a la lenta e imperceptible limitación en sus actividades y aspiraciones que impone el envejecimiento. ¿Vamos a abrazar el mito del "inmortal americano" o mi perspectiva "75 y no más"?
Creo que el rechazo de mi punto de vista es, literalmente, natural. Después de todo, la evolución ha inculcado en nosotros un impulso para vivir el mayor tiempo posible. Estamos programados para luchar para sobrevivir. En consecuencia, la mayoría de la gente siente que hay algo vagamente de malo en decir 75 y no más. Somos americanos eternamente optimistas que luchan contra los límites, especialmente los límites impuestos a nuestras propias vidas. Estamos seguros de que somos excepcionales.
También creo que mi punto de vista evoca razones espirituales y existenciales que las personas desprecian y rechazan. Muchos de nosotros hemos suprimido, activa o pasivamente, pensar en Dios, en el cielo y en el infierno, o si volveremos a los gusanos. Somos agnósticos o ateos, o simplemente no pensamos acerca de si hay un Dios y por qué debería importarle en absoluto lo que le pase a simples mortales. También evitamos constantemente pensar en el propósito de nuestras vidas y en qué recuerdo dejaremos. ¿Es perseguir el sueño de hacer dinero todo lo que merece la pena? De hecho, la mayoría de nosotros hemos encontrado una manera de vivir nuestras vidas cómodamente, sin reconocer, y mucho menos responder, a estas grandes preguntas. Nos hemos metido en una rutina productivista que nos ayuda a ignorarlos. No pretendo tener las respuestas.
Pero los 75 años definen un punto en el tiempo: para mí, el año 2032. Se elimina la indefinición de tratar de vivir el mayor tiempo posible. Su especificidad nos obliga a pensar en el final de nuestra vida , comprometernos con las cuestiones existenciales más profundas y reflexionar sobre lo que queremos dejar a nuestros hijos y nietos, sobre nuestra comunidad, nuestros conciudadanos y sobre el mundo. El plazo también obliga a cada uno de nosotros a preguntarnos si nuestra contribución responde a nuestra inversión. Como la mayoría de nosotros aprendimos en la universidad durante las sesiones de estudio nocturnas, estas preguntas fomentan una profunda ansiedad y malestar. La especificidad de los 75 años significa que ya no podemos simplemente seguir haciendo caso omiso de ellos y mantener nuestro agnosticismo fácil y socialmente aceptable. Para mí, pasar 18 años más con el reto de estas preguntas es preferible a pasar los años tratando de aferrarme a cada día adicional olvidando el dolor psíquico que se asocia y soportando el dolor físico asociado a un proceso de muerte prolongado.
Setenta y cinco años es todo lo que quiero vivir. Quiero celebrar mi vida mientras todavía estoy en mi mejor momento. Mis hijas y mis queridos amigos seguirán tratando de convencerme de que estoy equivocado y de que puedo vivir una vida valiosa mucho más tiempo. Y yo conservo el derecho a cambiar de opinión y ofrecer una defensa vigorosa y razonada de vivir el mayor tiempo posible. Eso, después de todo, significaría dejar de ser creativo después de los 75".
 

Sobrecarga: una bomba a punto de estallar : Blog El gerente demediado

"He renunciado al maltrato y la indignidad, el agotamiento, la estupidez, el despotismo, el abuso, la mala organización, la falta de planes a medio y largo plazo, la carencia absoluta de solidaridad y profesionalidad a la que nos somete a sus trabajadores el SNS".
 
Ahmed Majeed , el Director del  Departamento de Atención Primaria y Salud Pública del Imperial College de Londres, hacía esta semana un comentario sobre el nuevo sistema de financiamiento de la atención primaria en Inglaterra. Y señalaba que el principal problema que ésta tiene, y que no está considerando ningún modelo de financiamiento, es la absoluta desproporción entre carga de trabajo y fondos: lo que llevan haciendo todos los sistemas desde hace décadas es reestructurar o reorganizar el reparto de fondos congelados, generalmente ligados a sistemas de incentivos de efectividad no demostrada. Pero no afronta el problema sustancial: cada año el nuevo gobierno exige un esfuerzo extra, en forma de nuevo servicio, ampliación de horario, mayor accesibilidad. Y los usuarios del sistema, a su vez, exigen cada vez más inmediatez, menos espera, por peregrina o absurda que sea su demanda.
A pesar de esta absurda situación los gobiernos siguen ofreciendo más y más a la ciudadanía ( el voto manda) y exprimiendo más y más a sus profesionales. Ayer publicaba TheGuardian que el gobierno británico no tiene ni los recursos ni el personal suficiente para poder cumplir sus promesa de dar servicios de 24 horas 7 días a la semana a la población inglesa, la gran oferta electoral de los conservadores en las pasadas elecciones. El mayor peligro de los 13 grandes riesgos que el propio gobierno identifica es precisamente la generación de un aumento de la sobrecarga de los profesionales, señalando a los médicos como la principal barrera para su promesa electoral, puesto que “ellos no creen en el cambio”.La necesidad de recursos suplementarios que había sido reivindicado por la profesión médica y que generó la primera gran huelga en años de los residentes británicos, ha sido sistemáticamente ignorada por el gobierno de Cameron. Es cierto que el Ministro de sanidad británico ha prometido cerca de 10 billones de libras para el desarrollo del plan. Pero como señala Chris Ham, el director del Kings Fund, “ no es creíble argumentar que es posible satisfacer las demandas crecientes de servicios, manteniendo los estándares de calidad actualmente existentes y además prestar nuevos servicios como los servicios de 24 horas, con el presupuesto actual."
Grave, casi desesperada, debe ser la situación, cuando alguien tan poco llamado a la demagogia como Majeed, uno de los más prestigiosos profesores de Atención primaria británica, comienza a considerar el sistema de financiamiento para la atención primaria basado en capitación ( y que ha permanecido casi inalterable durante un siglo) algo obsoleto, útil en el siglo XX pero incapaz de responder a las necesidades del siglo XXI. Y llega a proponer uno nuevo basado en la carga de trabajo real , en el que “ cualquier trabajo realizado por los centros de atención primaria ( ya sea generado por el propio gobierno , por las demandas de los pacientes o por transferencia de servicios hospitalarios hacia la atención primaria) deberá ser pagado a su coste completo”. Algo que es  propio de sistema sanitarios de predominio privado, como el americano o el alemán, y que suponían la antítesis a los fundamentos del modelo inglés. Majeed reconoce las críticas a financiar por actividad, puesto que inevitablemente determinan un aumento de los costes administrativos a la vez que incrementan los costos globales del sistema. Pero persistir en un modelo en que se pretende aumentar sin fin los servicios, ante cualquier demanda, en cualquier momento, de una población cada vez más mediatizada  solo lleva a empeorar el acceso , deteriorar los servicios y exacerbar los problemas de captación y permanencia de los profesionales.
En España los diferentes gobiernos autonómicos siguen una deriva muy parecida a la inglesa: con cada elección cada gobierno regional promete nuevos servicios, a cualquier hora del día o de la noche, sin cuestionar nunca que no es aceptable, permisible ni equitativo satisfacer cualquier demanda ciudadana por imbécil que sea. Un sistema sanitario no es el Corte Inglés , entre otras razones porque no hay presupuesto que pueda dar respuesta a todo lo que la gente quiere.
Hace unos días alguien con el nivel de compromiso y experiencia de Mónica Lalanda decía ¡basta¡ al continuo desbordamiento que sufre cada día en la urgencia donde trabajaba, y en especial al maltrato e indiferencia de los que dirigen su organización.
Las más de 80.000 visitas al post donde informaba de su decisión da a entender que éste no es un problema menor.

Algún día los políticos sanitarios deberían aceptar que la respuesta servil a cualquier demanda ciudadana ( aunque sea absurda o abusiva) no es compatible con el mantenimiento de un sistema sanitario público de calidad. Y a la vez, que aunque les consideren “improductivos e ineficientes” ningún servicio sanitario puede prestarse aún sin profesionales. Y  los están quemando.

(Foto: listado de pacientes en una consulta de atención primaria un lunes cualquiera; en ocasiones cada 3 minutos. Tomado de la cuenta de Twitter de la Pati)

SVETLANA ALEXIÉVICH | ESCRITORA Y PREMIO NOBEL “Las ideas importan menos ahora”


“Vivimos de 20 a 30 años más que antes y todavía no existe una filosofía que dé sentido a ese nuevo tiempo”
R. Desgraciadamente las ideas juegan ahora un papel menos importante en nuestras sociedades. Lo que se impone es la parte material, y lo lamento mucho. Necesitamos personalidades capaces de ofrecer al mundo una nueva visión, sistema, filosofía, valores que el mundo sigue necesitando. Vivimos una época llena de información, donde todo va más rápido, pero la información no tiene nada que ver con el misterio de la vida humana. Solo ofrece una mirada superficial. La vida es mucho más compleja. O las redes sociales, por cierto, en las que casi todo son banalidades. Lo que a mí me interesa, e intento hacer con mi literatura documental, es hablar del espíritu de los sentimientos del ser humano. Y estos giran, en mi opinión, en torno al amor y la muerte.
P. Ahora escribe dos libros, uno sobre el amor y otro sobre el envejecimiento.
R. Sí. He acabado con los libros sobre las personas que vivían con grandes ideas. Ahora me interesa el ser metafísico, el ser humano en su vida privada.
P. ¿Qué se ha encontrado?
R. Historias de hombres y mujeres que intentan ser felices y explican por qué no logran serlo. Está siendo muy complicado, porque a la gente le cuesta hablar más de sus sentimientos que de los hechos. En Rusia, las personas no consideran que su vida tenga interés. Aún estamos aprendiendo a construir la privacidad. El amor y la muerte son dos grandes misterios de la vida. Por ejemplo, respecto al envejecimiento, resulta que gozamos de 20 a 30 años más de esperanza de vida que antes y todavía no existe una filosofía que dé soporte a este extra, a este nuevo tiempo. Faltan ideas que cubran este nuevo periodo